Francisco Canals Vidal
I. Introducción
"Estudiando atentamente los nuevos problemas e investigaciones del progreso contemporáneo, se ve más claramente cómo la fe y la razón tienden, armónicamente, hacia la misma verdad, siguiendo, en esto, las enseñanzas de los Doctores de la Iglesia y, de modo especial, de Santo Tomás de Aquino" (Concilio Vaticano II, Gravissimum educationis munus, nº 10).
La capacidad "sintética" del pensamiento del Doctor Angélico es generalmente reconocida y se ha expresado incluso en títulos como La synthèse thomiste del gran teólogo Garrigou-Lagrange y, más recientemente, en la Synthèse dogmatique, del teólogo dominico Jean-Hervé Nicolas.
Que en la síntesis doctrinal de Santo Tomás de Aquino ocupa un lugar decisivo el pensamiento aristotélico es también generalmente admitido. Lo que se ha discutido a veces, y también por autores valiosos, es si la "opción" por el aristotelismo vino a ser en Santo Tomás algo así como un propósito de atenerse a la cultura contemporánea más que la decisión de incorporar instrumentos conceptuales del aristotelismo a la sistematización de la doctrina sagrada. Pero si se asumiese, unilateral y exclusivamente, aquella posición, según la cual Santo Tomás no habría intentado otra cosa que la puesta al día de su tarea a la problemática y al sistema de opiniones contemporáneos, se podría marchar en la dirección de la "relativización" de cualesquiera de sus tesis y se tendería a ver en las insistentes prescripciones y recomendaciones jerárquicas del estudio de Santo Tomás exclusivamente una directriz de carácter pedagógico sin intención ni contenido doctrinal sistemático.
Mi convicción es que hay que tener presentes hechos como el precepto dado por San Ignacio de Loyola en las Constituciones de la Compañía de Jesús: "en lógica, filosofía natural y real se seguirá la doctrina de Aristóteles" de imposible interpretación desde aquel relativismo historicista. León XIII, al confirmar e interpretar auténticamente aquellas Constituciones en sus Letras Apostólicas Gravissime Nos (30 de diciembre de 1892) establece que: "la doctrina de Santo Tomás se ha de seguir no sólo en lo teológico, pues, aunque según la regla se ha de seguir en filosofía a Aristóteles, la filosofía de Santo Tomás no es otra que la aristotélica, porque el Angélico interpretó esta filosofía con más competencia que nadie, la enmendó de errores, la hizo cristiana y la utilizó en la exposición y vindicación de la verdad católica".
He aducido aquí estos actos de San Ignacio y de León XIII porque me dan libertad de espíritu para afirmar mi convicción de que Santo Tomás recibe la doctrina de Aristóteles porque la tiene por racionalmente verdadera, y, precisamente, por cuanto "la doctrina sagrada usa de las autoridades de los filósofos en lo que pudieron conocer la verdad por razón natural" (S. Th. Iª Qu. 1ª, artº 8º, ad secundum). Tampoco es difícil encontrar en su obra la expresión explícita de la intención teológica de su opción aristotélica.
Por esto, tengo por legítimo, doctrinal e históricamente, reconocer la existencia, en Santo Tomás de Aquino, de una "filosofía cristiana", que se menciona en el título de la Encíclica de León XIII Aeterni Patris y de la que habló también, hace pocos años, Juan Pablo II en la Fides et ratio.
De aquí que, aunque reafirmando la distinción entre la ciencia sagrada y el saber filosófico, sea una tarea legítima y urgente la de tratar de comprender, en su armónica coherencia sintética, el sistema de pensamiento de Santo Tomás de Aquino, en el que se conexionan y relacionan inseparablemente los conocimientos teológicos y los filosóficos.
En otra ocasión, en un acto de la SITA barcelonesa, traté de exponer algunas líneas nucleares de la síntesis filosófica de Santo Tomás de Aquino. Me propongo, en esta ponencia, indicar las líneas y nexos que nos permiten comprender el pensamiento de Santo Tomás puesto al servicio de la reinstauración del hombre en Cristo, en Quien constituyó Dios la "unidad según síntesis" de la naturaleza humana de Quien había de "salvar al pueblo de sus pecados" con Dios Verbo e Hijo del Padre, enviado por Éste, hecho hombre, para que nosotros fuésemos partícipes de la divina naturaleza.
De aquí que el sistema de enunciados propuestos en este trabajo se centrará, principalmente, en aquellos puntos nucleares de la Revelación en la Sagrada Escritura o en la Tradición que han iluminado y orientado incluso las tareas de la filosofía cristiana por haber sido nucleares en la tarea secular de la elaboración de la doctrina sagrada, ya sea en su vertiente "positiva", ya sea en su vertiente especulativa o escolástica.
Este trabajo no pretende siquiera esbozar el trazado arquitectónico del edificio de la doctrina sagrada y de los instrumentos filosóficos a su servicio que abarca la obra de Santo Tomás de Aquino. Su objeto es sólo llamar la atención sobre algunos puntos de partida y algunos movimientos conceptuales que me parecen muy orientadores en su tarea y que ponen de manifiesto un rasgo característico de su talante y actitud como pensador.
Santo Tomás busca que sus raciocinios y sus afirmaciones no separen lo que en la realidad creada por Dios está unido y a esto se dirigen sus tesis sobre las estructuras acto-potenciales y a esto responde también su lenguaje de la analogía según proporcionalidad, que configura su comprensión ontológica de los diversos niveles de perfección en la escala de los seres.
Esta misma actitud es también asumida por él en la sagrada Teología y contribuye a que se eviten en ella doctrinas erróneas frecuentemente enfrentadas antitéticamente entre sí y que, desde opuestos enfoques, impiden pensar el misterio revelado desde la perspectiva en que Dios lo ha instituido y nos lo ha comunicado. Por esto, afirma Santo Tomás, en muchas ocasiones, que la verdad católica anda por el camino recto entre errores opuestos.
En la historia de la filosofía hallamos unilateralismos y monismos estáticos o del devenir, o el mismo conocimiento humano es evaluado como lenguaje conceptual postulando exclusivismos inmediatistas, o ejerciendo tales inmediatismos en opciones antitéticas, o bien empiristas, desintegradoras del conocimiento intelectual, o en "ontologismos" que, al absolutizar como inteligibles "ideas" pretendidamente vistas, sacrifican la realidad de lo singular y existente a la fingida absoluta realidad de las ideas. Así, en lo dogmático, ha habido negaciones de la gracia de Dios en nombre del libre albedrío humano, o negaciones del libre albedrío humano en nombre de la gracia de Dios, negaciones de la verdadera humanidad de Jesucristo en nombre de la divinidad del Verbo encarnado -que así no sería ya el Verbo encarnado- o negaciones de la divinidad de Cristo en nombre de la naturaleza humana del Mesías, que así no sería ya reconocido como el Hijo de Dios, encarnado para nuestra salvación.
Heredero de la tradición dogmática frente a los errores heréticos, Santo Tomás de Aquino viene a ser el Doctor "encarnacionista" por antonomasia. Por esto, he tomado como título de esta comunicación un Cánon dogmático del V Concilio Ecuménico, II de Constantinopla, en el que se consideran excluidos de la fe católica los que no confiesen "la unidad según síntesis de Dios Verbo a Su carne, animada con alma racional e intelectual" (DS nº 424). "Quienes siguen la impiedad de Apolinar y de Eutiques, buscando la destrucción de las cosas que entre sí convienen, hablan de una unión según la confusión; pero los secuaces de Teodoro y de Nestorio se complacen en la división y ponen sólo una unidad de afecto. La Santa Iglesia de Dios, rechazando la perfidia de una y otra impiedad, confiesa que la unión de Dios Verbo a la Carne se ha obrado según síntesis (es decir, según com-posición)" (DS nº 425; citado en S. Th IIIª, Qu. 2, artº 6, in c.).
La grandeza especulativa y la poderosa fuerza orientadora para la vida humana del pensamiento del Angélico se arraigan en la humildad intelectual por la que sus afirmaciones manifiestan la verdad de una misma esencia dicha de muchos individuos singulares existentes, de la realidad de la permanencia substancial de los entes y de la realidad de sus cambios en diversas líneas categoriales, utilizando el lenguaje analógico apto para afirmar los singulares materiales como entes en los que su forma substancial está sintetizada (puesta con) su materia individual; y, porque en todo devenir, la permanencia de lo cambiante -sin cuyo reconocimiento no se podría afirmar de algo que cambie- el pensamiento analógico afirma las "com-posiciones" de capacidades activas "potenciales" respecto de sus actos u operaciones.
Si el pensamiento de Santo Tomás ha podido ser elogiado no sólo como receptor del pensamiento verdadero tradicional, sino por su actitud integradora de nuevas adquisiciones verdaderas y por su aptitud para la superación, casi diríamos anticipativa, de errores que sobrevendrían en épocas posteriores a la suya, se debe, radicalmente, a que, por el respeto ejercido por el lenguaje de la analogía a todas las dimensiones de la realidad, se libró del riesgo de asumir una categoría del ente para hacer desaparecer en ella otras no menos reales que aquélla.
En etapas diversas de la modernidad filosófica, la cantidad absorbió la cualidad e, incluso, anuló, en nuestro pensamiento, la substancia material; la relación ha sido instrumento de olvido o negación de los subsitentes entre sí relacionados; la acción ha tendido a ser absolutizada hasta la insania de olvidar el sujeto agente y suponer que, quien no es, es capaz de obrar en su autorealización, para darse a sí mismo el ser, desde su propia nada. San Agustín afirmaba, como la más grave idolatría, la de creer a Dios como, Quien no siendo, se da el ser a Sí mismo.
Es un signo de nuestro tiempo que lo que San Agustín suponía absurdo en Dios y en el universo creado haya venido a ser hoy un concepto hegemónico que destruye de raíz la íntegra tarea de la educación humana en la familia y en la escuela, y ejerce una desintegración anárquica en muchas dimensiones de la vida profesional, económica y política.
"Unidad según síntesis", fórmula dogmática que nos recuerda el modo cómo Dios obró la dispensación redentora, por la que Su Hijo, para ser Redentor del hombre, tuvo, en unidad sintética, la íntegra naturaleza humana de Jesucristo puesta con la hypóstasis divina del Hijo de Dios, es también, por lo mismo, como la consigna que nos viene del Doctor Angélico y que hará posible que afirmemos como "puestas juntamente", y no separadas ni enfrentadas, la fe y la razón, la gracia de Cristo y el hombre por Él redimido.
II. "En Cristo, Dios todo es hombre y todo el hombre es Dios"
Con estas palabras (DS nº 355), el Papa San Gelasio expresaba con energía y claridad luminosa la dogmática católica frente a las contrapuestas herejías de Nestorio y de Eutiques. Intentaba dejar bien claro que Jesús de Nazaret, el hijo de María, no estaba simplemente "unido" al Hijo de Dios, sino que era el Hijo de Dios, que no se había puesto en relación con Jesús como con "otro él", sino que había asumido en unidad de persona la naturaleza humana, y así se había hecho hombre.
Entre los Doctores católicos, Santo Tomás ocupa un lugar singular en el haber asumido, desarrollado y usado como punto de apoyo orientador de toda la doctrina sagrada las adquisiciones de la dogmática trinitaria y cristológica elaboradas en los siete Concilios de Oriente.
Partiendo del carácter divinizante de la Encarnación redentora y de la misión del Espíritu Santo que, al venir a nuestros corazones, nos hace hijos de Dios, se llegó a formular el dogma trinitario. Por la economía se alcanzó el misterio trascendente del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
También la verdad sobre la dispensación o economía fue el camino para que se alcanzase la claridad sobre la unión hypostática y la naturaleza y operaciones divinas y humanas de la única hypóstasis del Verbo venido a nosotros y hecho en todo semejante a nosotros.
Porque sólo Dios podía restaurar en nosotros la vida divina, teníamos que expresar con claridad la fe en que Quien nos redime, el Mesías que nace de María, es el mismo Hijo eterno de Dios. Y porque Su Venida misericordiosa fue un descenso en el que Dios quiso asumir todo aquello que nosotros somos para, de nuevo, elevarlo a la participación de lo divino y a la vez regenerarlo en lo que el pecado había desintegrado del linaje humano -de modo que la Redención, que nos comunica nuevamente lo divino, es también rehumanizadora, regeneradora de todas las dimensiones de la vida humana que había sido recorridas por la herencia del pecado- nuestra fe tenía que creer la integridad y plenitud de la naturaleza humana de Cristo y la realidad de sus operaciones y voluntad humana.
En toda la obra de Santo Tomás, pero en especial en la Suma Teológica, culminó, con no superada precisión, la expresión del misterio de Cristo en su relación con la obra de la redención del género humano. Ha sido por la humanidad de Cristo como se nos comunica, de nuevo, la plenitud de la divinidad. Es en cuanto hombre que Jesucristo es, para los hombres, el Camino hacia Dios.
Santo Tomás es fidelísimo a la dogmática de los Concilios y de los Doctores, singularmente de San Cirilo de Alejandría. Lo que en el siglo pasado expresó el gran teólogo Bartolomé María Xiberta como la posesión ontológica integral de la naturaleza humana por la hypóstasis eterna del Hijo de Dios, había obtenido desarrollo perfecto en aquellas páginas de la Suma. La naturaleza humana individual de Jesús es instrumento unido al Verbo divino. La voluntad humana del Hijo de Dios es regida y movida por la voluntad divina salvífica, a cuyos designios sirve toda la vida, la Muerte redentora y la Resurrección de Cristo.
Ahora bien, precisamente porque las argumentaciones que parten de la economía redentora habían subrayado que el designio redentor tenía por destinatario el hombre, una análoga unidad según síntesis a la que había establecido el V Concilio Ecuménico, y que Santo Tomás alegaba en la Suma Teológica, entre el Verbo y su naturaleza humana, es pensada siempre en la obra de Santo Tomás también en todas las dimensiones que, en la vida humana, son efecto de la salvación de Dios: en la acción de la divina gracia en el alma y en la voluntad del hombre dotada de libre albedrío, y en la iluminación de la mente humana por el mensaje de la Revelación que le ofrece e invita al conocimiento de la luz divina que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
III. La gracia y el libre albedrío en el bien obrar del hombre
Me permitirán que me atreva a formular, con un lenguaje salido de mis propias reflexiones, algo así como una norma o criterio que me parece subyace siempre y que Santo Tomás se encuentra en el deber de afirmar, por fidelidad a la fe o por respeto a la verdad de orden natural: la com-posición, la síntesis de algo en alguna línea "superior" o más perfecto con otro elemento de la realidad en cierto sentido inferior, como participativo o receptivo de aquello más eminente que lo perfecciona, nunca suprime ni minimiza este elemento participativo y perfectible. Recordemos su lenguaje: "la fe presupone el conocimiento natural, como la gracia presupone la naturaleza y la perfección presupone lo perfectible".
Ya se entiende que estoy hablando de composiciones en las que lo de algún modo inferior no tiene carácter de la imperfección privativa. La privación pertenece a lo que es, en algún orden, malo, precisamente porque el mal, para Santo Tomás, no tiene subsistencia ni consistencia esencial alguna, y sólo se da en una substancia y sujeto bueno privado en alguna línea de la perfección a que tendería por su naturaleza. No hay error más que en un sujeto intelectual, ni enfermedad más que en un viviente, ni pecado más que en un sujeto personal dotado del bien del libre albedrío y ordenado, por su misma naturaleza, a encontrar su plenitud en la ordenación al bien y en la participación del mismo.
Estamos hablando, pues, de la composición o síntesis de la capacidad de perfección con la perfección para la que capacita. Hablamos de la composición en lo entitativo de la forma con la materia, de la esencia finita con el acto de ser que la actualiza, de la facultad operativa con la operación a que tiende y, en la cima del universo creado y elevado por Dios al orden de receptor de la comunicación de la vida divina, hablamos de la individual humanidad de Jesús, que hemos de poner con la hypóstasis del Verbo que la posee en plenitud, ontológicamente por la unión hypostática.
Nunca lo superior, para perfeccionar lo inferior en que es recibido, anula o minimiza lo inferior. La sabiduría teológica no ha cortado a nadie las posibilidades de su talento metafísico. La santidad nunca ha cortado las alas a la plenitud de una vida humana. Aquellos santos a los que llamamos "humanistas devotos" no tienen, en lo cultural y lo personal, inferior valía a la realizada en cualquier humanismo. La fuerza espiritual de la mística Doctora Santa Teresa nadie puede pensar que le quitase algo de su genio tan "femenino". La poderosa acción de Santa Juana de Arco no encontró obstáculo, antes bien, como es obvio, todo el impulso en la vida de su tensión religiosa. En nuestros días, el espíritu contemplativo y devoto de Sor Teresa de Calcuta no le quitó alas para su acción benéfica y servicial ejercida con tanta amplitud y profundidad entre los más pobres de su tiempo. En nuestro Mossén Cinto, su herencia religiosa familiar y su vida sacerdotal no podría pensar nadie que disminuyesen la fuerza humana y la popularidad profunda de su obra literaria.
En un orden de cosas en el que se han dado, en la historia de la Iglesia, las más graves y perturbadoras herejías, con la máxima frecuencia de signo antitético -desde el pelagianismo hasta el luteranismo, el calvinismo y el jansenismo- el de la com-posición o síntesis entre la gracia divina y el libre albedrío humano, que el pecado original hiere con la inclinación al mal, pero que no anula y que sigue siendo, aun en el hombre caído, el sujeto propio receptor de la eficacia de la gracia que le mueve al bien, y del que San Bernardo dijo "sólo la gracia salva, sólo el libre albedrío es salvado", tiene Santo Tomás, que se ocupó insistente y diligentemente de la cuestión, un modo de expresarse de sencillez sublime. No voy a entrar, en esta comunicación, en los planteamientos especulativos o históricos que no cabrían en muchos congresos. Pero quiero aducir un texto que, personalmente, encuentro sublime por su sencillez y que estoy convencido que es, en sí mismo, estimulante a pensar de nuevo en temas sobre los que se ha pensado durante siglos por los más representativos autores en la llamada "escolástica moderna".
Preguntándose sobre si tendría sentido reconocer una causación humana en la divina Providencia salvífica o en sus efectos, Santo Tomás no considera válidos los planteamientos de los que "parece que han distinguido entre aquello que viene de la gracia y lo que viene del libre albedrío, como si no pudiese venir lo mismo de lo uno y de lo otro ... no es distinto lo que proviene de la causa segunda que lo que proviene de la causa primera, pues la divina Providencia produce sus efectos por las operaciones de las causas segundas" (S. Th. Iª Qu. 23, artº 5º, in c.).
IV. La fe y la razón en el conocimiento de Dios
La autoridad del Doctor Angélico fue legítimamente usada contra las tendencias de tradicionalismo filosófico o de fideísmo negadoras de la capacidad natural del hombre para alcanzar el conocimiento de Dios, que definió el Concilio Vaticano I (DS nº 304 y 326). En la historia del pensamiento cristiano ejerció un papel muy relevante y decisivo en el reconocimiento de la distinción entre un doble orden de conocimientos humanos acerca de Dios y, consecuentemente, también en la necesidad y legitimidad de que la doctrina sagrada asumiese como instrumentos suyos conceptos de orden racional. En sus afirmaciones se expresan tales asertos en el contexto de los más capitales principios de la salvación del hombre por la gracia de Cristo y de las relaciones entre la gracia divinizante y la humanidad redimida, elevada y sanada por ella
"La fe presupone el conocimiento natural como la gracia presupone la naturaleza y como la perfección presupone lo perfectible" (S. Th. Iª Qu. 2, artº 2º, ad primum). Es decir, el hombre racionalmente capaz de conocer a Dios por sus fuerzas naturales es el sujeto apto -obediencialmente capaz- de recibir la Palabra en la que Dios nos revela Su propio misterio trascendente y sobrenatural. La relación de perfectible a perfectivo establecida entre la naturaleza humana y el orden de la gracia y de la Revelación sobrenatural es insistentemente afirmada por Santo Tomás en formulaciones reconocidas como de precisión insuperable:
"Porque la gracia no quita la naturaleza, sino que la perfecciona, es necesario que la razón natural sirva a la fe, así como la natural inclinación de la voluntad sigue a la caridad ... de aquí que la doctrina sagrada usa incluso de las autoridades de los filósofos en aquello que pudieron, por razón natural, conocer la verdad" (S. Th. Iª Qu. 1ª, artº 8º, ad secundum).
Pero si no encontramos en él contaminación alguna de fideísmo o de tradicionalismo filosófico, tampoco su posición equilibrada y verdadera podría merecer ser denunciada como "semi-pelagianismo filosófico" -según la acusación que formulaba Ventura de Raurica contra los adversarios de aquellas corrientes.
Se deformaría la autoridad de Santo Tomás si se olvidase que, según él, "la razón natural es, en las cosas divinas, deficiente" (Iª C.G. cap. 2), por lo que "el linaje humano, si no tuviese más que el camino de la sola razón para conocer a Dios, permanecería en máximas tinieblas de ignorancia" (Iª C.G. cap. 4).
La enseñanza de Santo Tomás es muy precisa en la formulación de los puntos en que se manifestaría dicha deficiencia: "es necesario que tal verdad fuese propuesta a los hombres para ser creída para que tuviesen un conocimiento más verdadero de Dios. Pues sólo entonces conocemos verdaderamente a Dios, cuando creemos que Él es superior a todo aquello que acerca de Dios puede ser pensado por el hombre ... así, pues, por cuanto se proponen al hombre sobre Dios algunas cosas que exceden la razón humana, se confirma en el hombre la opinión de que Dios sea algo superior a lo que él pueda pensar" (Iª C.G. cap. 5).
Al caracterizar como opinión el pensamiento humano sobre la trascendencia divina dejan, por lo menos, abierta la cuestión de si la razón humana, en el presente estado del hombre -en el que la herencia del pecado original le daña en lo mismo que le es natural- podría alcanzar a concebir a Dios como trascendente al universo y Creador y Señor del mismo.
Parece claro, por lo menos, que, para Santo Tomás, sería difícil al hombre, sin la fe, llegar a la afirmación de Dios trascendente que hiciese posible abrirse a un horizonte "sobrenatural".
Signo del hundimiento del pensamiento occidental en la inmanentización del conocimiento humano sobre Dios fue la hegemonía de la que Kant llamó "prueba ontológica cartesiana" y la consecuente interpretación racionalista de la prueba de San Anselmo en los primeros capítulos de su Proslogion. Llamará la atención eficazmente sobre tales malentendidos el recuerdo de que San Anselmo de Canterbury, en el propio Proslogion, en sus capítulos 15 y 16 escribió:
"Así, pues, ¡oh, Señor!, Tú eres más grande que todo lo que se pueda pensar; más aún, eres demasiado grande para que nuestro débil pensamiento pueda concebirte... Señor, la luz en que habitas es, en verdad, inaccesible, porque nadie más que Tú penetra su profundidad para contemplarse claramente en ella" .
Podemos pensar en esto la razón "teológica" de la opción filosófica aristotélica. Tengamos presentes las palabras de San Justino, el Filósofo:
"Daba alas a mi mente la contemplación de la Ideas; y pensaba llegar a ser prontamente sabio y, en mi estolidez, había llegado a la esperanza de ver inmediatamente a Dios. Pues éste es el fin de la filosofía de Platón" (Diálogo con el judío Trifón, MG vol. VI, cap. 2, 478; 104).
Santo Tomás afirmó reiteradamente que "Agustín siguió a Platón cuanto lo comporta la fe católica". También hallamos en él argumentaciones absolutamente precisas sobre la incompatibilidad del platonismo propiamente dicho con la fe cristiana y, por cierto, no porque pretenda hallar en Platón tesis heréticas sobre los contenidos revelados, sino por la radical heterogeneidad del núcleo de la filosofía platónica con la comprensión metafísica realista del universo que se presupone y se contiene en la totalidad del relato bíblico.
"Agustín, que había sido imbuido con las doctrinas de los platónicos, tomó de ellos lo que creyó que podía ser acomodado a la fe; pero lo que halló contrario a nuestra fe lo transformó en mejor. Afirmó Platón que las formas de las cosas subsisten por sí mismas separadas de la materia, a las que llamaba Ideas, por cuya participación afirmaba que nuestro entendimiento conocía todas las cosas, y que así como la materia corporal viene a ser piedra por participación de la Idea de piedra, así nuestro entendimiento conocía la piedra por participación de aquella misma Idea."
"Pero, porque parece que es ajeno a la fe que las formas de las cosas subsistan fuera de las cosas mismas sin materia, como afirmaban los platónicos, diciendo que la vida por sí y la sabiduría por sí eran ciertas substancias creadoras, de aquí que Agustín, en el Libro 83, en la cuestión 46, afirmó, en lugar de las Ideas, que existen en la mente divina las razones de todas las criaturas, según las que Dios las crea y según las que también el alma humana conoce todas las cosas" (S. Th. Iª, Qu. 84, artº 5º, in c.).
En este texto encontramos una decisiva encrucijada por la que Santo Tomás emprende su camino aristotélico para la afirmación de todo el orden de las cosas concretas y existentes en este universo material del que formamos parte los hombres, creados por Dios "del barro de la tierra". Podríamos, tal vez, pensar que la suavidad de la expresión "parece contrario a la fe", referida a la concepción filosófica que pone las esencias de las cosas fuera de las cosas cuya esencia son, es algo así como una respetuosa cortesía para el gran Doctor Agustín. Es importante reflexionar sobre esto: no habría que esperar que se definiese dogmáticamente como contenido del misterio revelado la existencia del mundo material y de sus regiones y grados de ser, la existencia de los vegetales, de los animales y de los hombres; por lo mismo, parece que no nos moveríamos en el campo de un error herético al negarlo o ponerlo en duda.
Pero es no menos obvio que, sin una afirmación de verdadera realidad referida a los hombres como personas, entes singulares individuados por la materia, cada uno de los cuales es "de esta carne y de estos huesos", carecería de sentido toda la narración bíblica sobre la historia de los hombres, la vocación de los Patriarcas, la historia de Israel y, desde luego, el anuncio de que el eterno Logos de Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros y nuestras manos pudieron palpar el Verbo de la vida.
En nuestro tiempo, después de experimentar la ruina de la fe -a partir de la Fenomenología del Espíritu de Hegel- desde lecturas de la Sagrada Escritura con instrumentos hermenéuticos basados en presupuestos filosóficos que han dejado de lado lo existente, o que han negado la esencia de las cosas, o la han escindido de las cosas existentes, o han traducido toda la historia bíblica a desenvolvimientos conceptuales de filosofías idealistas, podemos comprender el acierto filosófico y teológico de Santo Tomás de Aquino y su servicio a la fe y a la vida cristiana en la elaboración de su doctrina sagrada, y la razón profunda de las recomendaciones del Magisterio eclesiástico y de sus advertencias de que "el apartarse de Santo Tomás, principalmente en las cuestiones metafísicas, no se hará nunca sin grave detrimento" y también "es absolutamente falso que sea conciliable la fe con cualquier filosofía".
La elaboración del pensamiento cristiano con el instrumento de lo que Aristóteles, por razón natural, pudo conocer de la verdad de lo que es y, determinadamente, del modo de ser de los sujetos "puestos debajo" (ta hypokeimena) de las "formas" que los constituyen en lo que son; el hylemorfismo aplicado a la unidad del hombre, afirmando que el alma intelectiva constituye, al modo de forma, el individuo subsistente humano, singularizado por la materia cuantitativamente conmensurada, es condición de posibilidad de la inserción en la doctrina sagrada de todo el tema sobre el hombre, al que Dios hizo hombre y mujer y dispuso que fuesen "una sola carne", viviesen una vida humana y fuesen principio uno de generación de vivientes humanos. Pensemos que Santo Tomás llega a afirmar que el ángel es más a imagen de Dios que el hombre por su naturaleza puramente espiritual, pero que, en otra dimensión, es más el hombre a imagen de Dios que el ángel por cuanto "el hombre nace del hombre, como Dios nace de Dios" (S. Th. Iª Qu. 93, artº 3º, in c.).
Pero si Santo Tomás no estuvo, en modo alguno, contaminado de tendencias tradicionalistas o fideístas, tampoco estuvo, como he dicho, tentado de cualquier semi-pelagianismo que se apoyase en un infundado optimismo "racionalista". Estaba tan fundadamente convencido, como teólogo, de la "deficiencia" (Iº C.G. cap. 2) de nuestro conocimiento racional acerca de Dios, al que "se ordena la consideración de casi toda la filosofía", que sostiene que "el género humano permanecería, si sólo dispusiese del camino racional para conocer a Dios, en máximas tinieblas de ignorancia" (Iº C.G. cap. 4). Por otra parte, afirma, como hemos visto, la "necesidad de la fe" para un conocimiento "más verdadero" de la trascendencia de Dios sobre lo que es posible al hombre pensar (Iº C.G. cap. 5).
V. El conocimiento del misterio trinitario y su doble necesidad
"El conocimiento de las personas divinas fue necesaria para nosotros doblemente. De un modo, para sentir rectamente de la creación de las cosas. Pues, por cuanto decimos que Dios hizo todas las cosas por Su Verbo, se excluye el error de los que afirman que Dios produjo las cosas por necesidad de naturaleza. Y, en cuanto afirmamos en él la procesión del Amor, se pone de manifiesto que Dios no produjo las criaturas por alguna indigencia, ni por causa alguna extrínseca, sino por el amor de su bondad, por lo que Moisés, después de decir en Génesis 1, 1 "En el principio creó Dios el cielo y la tierra", añade: "Dijo Dios: "Hágase la luz, para manifestación del Verbo divino"; y después dijo: "Vio Dios que la luz era buena, para poner de manifiesto la prueba del divino amor", y semejantemente en todas las otras obras".
"De otro modo, y más principalmente, el conocimiento de las divinas personas nos fue necesario para sentir rectamente sobre la salvación del género humano, que se perfecciona por el Hijo encarnado y por el Don del Espíritu" (S. Th. Iª, Qu. 32, artº 1º, ad tertium).
Hay que reconocer que Santo Tomás, para quien la necesidad del conocimiento de la Trinidad para el conocimiento de la salvación humana lo es de un modo más principal que para el conocimiento recto de la Creación, no nos da mayores precisiones. Si entendiésemos que la definición del Vaticano I obliga a reconocer como perteneciente a la capacidad natural del hombre el conocimiento de Dios en cuanto Creador libre del universo, tendríamos que calificar aquella necesidad tal vez de no absoluta, sino moral. Es ésta una cuestión importantísima, pero no es el objeto directo de esta ponencia. Basta para su contenido e intención dejar sentada la afirmación de Santo Tomás que ciertamente exige, para comprender su síntesis, atender al misterio trinitario para comprender la divina libertad de albedrío en el acto creador y su gratuita liberalidad, por la que el Amor divino, en su Creación y en su Providencia, no busca para sí los bienes del universo, sino que su Amor es el que infunde y crea la bondad en las cosas.
VI. Para leer a Santo Tomás, un consejo de Garrigou-Lagrange
La experiencia de la esterilización de todo estudio que descuide el retorno a las fuentes de una doctrina aludida por Pío XII en la Encíclica Humani generis podría también darse aquí si el misterio ante el que nos hallamos nos lleva a la perplejidad y al planteamiento desconcertado sobre la presencia de la filosofía en la teología. El peligro simultáneo de desdeñar los textos revelados como si fuesen adornos accidentales, o de pretender leer los textos filosóficos como si no fuesen aquí instrumento de doctrina sagrada, o no lo pudiesen ser en su sentido de verdades filosóficas, hace oportuno atender a unas palabras del gran teólogo dominico Reginald Garrigou-La Grange en Perfection chretienne et contemplation (Libro I, cap. 2) que mi maestro Ramón Orlandis creía aplicable, proporcionalmente, en la comprensión y explicación de las enseñanzas espirituales de San Ignacio en sus Ejercicios:
"Muchos ingenios -escribió Garrigou- se asombran de que se busquen en Santo Tomás los principios de la teología mística ... este juicio sobre el gran Doctor proviene de una manera enteramente material de leer su obra. Tenemos gran tendencia a materializarlo todo: la doctrina, la piedad, las reglas de conducta, la acción ... hay tendencia a materializar las doctrinas más altas, es decir, a tender a los elementos materiales que se adaptan más a nuestro gusto y a perder de vista el espíritu, que es el constitutivo formal del alma, del cuerpo doctrinal ... cuando se sigue este camino, su pretexto de apoyarse en lo tangible, mecánicamente preciso, indiscutiblemente cierto aun para los incrédulos, y se llega a explicar lo superior por lo inferior: el alma por el cuerpo, la vida de la gracia por la naturaleza, las doctrinas teológicas por las doctrinas filosóficas que se han asimilado".
"Aun con sincero deseo de instruirse, se puede leer a Santo Tomás desde este punto de vista y, como en su doctrina teológica los elementos materiales o filosóficos que intenta subordinar a la idea de Dios, autor de la gracia, son en extremo numerosos, si la atención se detiene excesivamente en estos elementos inferiores accesibles a la razón, en vez de elevarse a la cima de la síntesis, se hallará oposición real entre su doctrina y la de los grandes místicos".
"Se da, pues, una forma poco natural y anti-mística de leer y comentar la doctrina de Santo Tomás ... a la manera que es cosa muy fácil falsear un instrumento de precisión y es muy difícil repararlo, así nada más fácil que falsear la doctrina del Santo. Basta recalcar lo que tiene de secundario y material, y exponer de forma vulgar y sin relieve lo que en ella hay de formal y principal; de esta suerte se pierden de vista las cumbres luminosas que deben iluminar todo lo demás".
VII. El pensamiento racional al servicio de la Revelación
La utilización de verdades filosóficas en la argumentación de la doctrina sagrada, que Santo Tomás afirma con tanta decisión y claridad, es realizada por él constantemente. No para realizar en esta ponencia siquiera en esbozo, un desarrollo que abarque el entero edificio de su doctrina sagrada, sino para llamar la atención sobre algunas corrientes de su pensamiento en las que la filosofía contribuye muy decisivamente a la elaboración del raciocinio teológico o en las que la Revelación misma orienta e impulsa adquisiciones racionales que no hubieran podido ser realizadas en otro contexto, formularemos algunas proposiciones. Su numeración debe sólo servir para facilitar las referencias, pero no pretende, en este caso, indicar un encadenamiento sistemático, que no es el objetivo de este trabajo.
Será oportuno recordar las palabras de Pío XII: "Lo conocido con certeza por la filosofía antigua y por la cristiana ... no ha sido expuesto por ningún otro Doctor de un modo tan lúcido, tan claro y perfecto ... ni ninguno lo ha sintetizado en un edificio tan sólido como Santo Tomás de Aquino" (Discurso a la Universidad Gregoriana, de 17 de julio de 1953; AAS nº 45, 1953, pp. 684-686).
1. "Yo soy Quien soy". Las palabras dichas a Moisés por Yahvé, referidas en Éxodo 3, 14 ("Yo soy Quien soy") sirven de apoyo, en el sed contra, a la afirmación de la existencia de Dios en S. Th. Iª, Qu. 2, artº 3º; y también para probar que el nombre más propio de Dios es "El que es" es, de nuevo, aportado el texto de Moisés. Tenemos, pues, un punto de partida misterioso, trascendente y ambientado en el llamamiento a confiar en la economía providencial de Yahvé en el punto de partida de lo que sería, en la escolástica, la cuestión de la esencia metafísica de Dios.
Las discusiones modernas sobre el sentido de este texto no invalidan lo afirmado en el Catecismo (nº 213):
"La revelación del nombre inefable, "Yo soy El que soy", contiene esta verdad: sólo Dios ES. La traducción de los setenta y, seguidamente, la Tradición de la Iglesia ya vieron este sentido al nombre divino: Dios es la plenitud del Ser, de toda perfección. En cambio, todas las criaturas han recibido de Él todo lo que son y todo lo que tienen, sólo Dios es Su propio ser, y Él es, por Sí mismo, todo lo que es" .
En la tradición tomista, la interpretación dada por Santo Tomás en S. Th. Iª, Qu. 3, artº 4º, viene a culminar en el luminoso comentario de Domingo Báñez:
"Aunque el mismo "ser", recibido en una esencia compuesta de sus principios esenciales, sea especificado por ellos, sin embargo, por ser especificado, no recibe perfección alguna, sino que más bien es deprimido, y desciende a ser, de algún modo, por cuanto ser hombre o ser ángel no es perfección absoluta.
Y esto es lo que, frecuentísimamente, clama Tomás, y que lo tomistas no quieren oír: que el "ser" es la actualidad de toda forma o naturaleza, y que no se halla en cosa alguna como receptivo y perfectible, sino como recibido y como perficiente de aquello en lo que es recibido; sin embargo, el ser mismo, en cuanto que es recibido, es deprimido y, por decirlo así, imperfeccionado"
2. La caracterización del ser como acto permite a Santo Tomás, asumiendo la doctrina de la escala de perfección de los seres recibida del Pseudo Dionisio Areopagita afirmar la pertenencia a la perfección del acto subsistente de ser de las perfecciones del vivir y del entender:
"Aunque, si lo consideramos en su propio concepto, el ser es más perfecto que la vida, y la misma vida más perfecta que la sabiduría, sin embargo, el viviente es más perfecto que el que sólo es ente, porque el viviente también es ente, y el sapiente es ente y viviente. Así, pues, aunque ente no incluya en sí viviente y sapiente, porque no es necesario que todo lo que participa del ser lo participe según todo el modo del ser, sin embargo, el Ser mismo de Dios incluye en Sí la vida y la sabiduría, porque ninguna de las perfecciones del ser puede faltar en el que es el Ser mismo subsistente" (S. Th. Iª, Qu. 18, artº 2º, ad tertium).
La doctrina de Santo Tomás sobre el acto de ser como lo perfectísimo de todo y lo constitutivo de la actualidad de toda forma, y lo determinante de la escala ascendente de las perfecciones en las distintas regiones del ser, escapa de los univocismos genéricos que sumergirían en lo horizontal de la inmanencia las perfecciones del ser, del vivir y del conocer. La más profunda manera de caracterizar la vida es desde la actualidad del acto de ser, y la más perfecta y profunda comprensión de todo el orden del conocer se da, precisamente, desde la afirmación de que el conocer es el vivir propio de los entes que participan del ser de un modo más perfecto que los no vivientes.
En la comprensión de la Palabra revelada "Yo soy Quien soy" alcanzamos, así, a entrever y a afirmar en el misterio de Dios la plenitud de vida del que vive por los siglos de los siglos, y también comprendemos que el propio Aristóteles caracterizase como "vida eterna y divina" la actualidad pura de la intelección que se entiende a sí misma.
3. "Mi corazón y mi carne exultaron en el Dios vivo" (Salmo 83, 3). Las fervientes palabras del salmista son alegadas por Santo Tomás como argumento para demostrar que Dios es viviente. Demostrada antes la inmutabilidad divina con argumentación aristotélica- basada en que todo lo mutable es compuesto y se da en lo que se mueve composición de potencia y acto, argumentación que se subsume bajo la autoridad del Profeta Malaquías 3, 6: "Yo soy Dios y no cambio"- las objeciones que dificultan la afirmación sobre la vida divina se apoyan en aquella inmutabilidad. "Los vivientes se mueven a sí mismos y a Dios no le compete el movimiento, luego tampoco le compete el vivir". La respuesta de Santo Tomás es:
"Hay un doble género de acciones, las que permanecen en el agente y aquellas por la que éste ejerce su acción en otro. Las acciones transeúnte son perfección de lo movido, pero las que permanecen en el operante son acto del operante. El término de movimiento se les aplica en el sentido diverso y análogo. Las acciones inmanentes en el operante no son propias de lo que existe en potencia, sino de lo que existe en acto" .
Acciones como el entender pertenecen al ser del que entiende y, en Dios, hemos de afirmar que son constituidas por el ser mismo de Dios. Por esto, Dios, por lo mismo que es ser subsistente, es idénticamente su vivir y su entender y amar.
Si nos quedásemos en la aceptación de la objeción que el propio Santo Tomás se plantea ignoraríamos que la quietud física es una determinación del ente móvil y el movimiento en él siempre un acto de lo potencial que adquiere el acto. La permanencia del acto en cuanto tal es totalmente heterogénea con la quietud física. Si olvidáramos esto, confundiríamos toda perseverancia en una convicción con la fijación de una idea obsesiva y la persistencia en el propósito casi como una inercia enfermiza.
4. Porque Dios es viviente en plenitud infinita es eterno. Por ser Dios entender subsistente idéntico con su acto de ser, no podemos poner en él transcurso sucesivo: donde la acción es el agente mismo, es necesario que todo permanezca simultáneamente.
"Por ello la vida divina no es sucesiva, sino totalmente simultánea, porque su ser mismo infinito es vivir y obrar perfecto" (Iª C.G. cap. 99). De esta eternidad de la vida divina es de la que estamos llamados a participar en la bienaventuranza perfecta los ángeles y los hombres.
5. "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mat. 5, 48). "Bueno es el Señor para los que esperan en él, para el alma que le busca" (S. Th. Iª, Qu. 4, artº 1º y Qu. 6, artº 1º). Si, etimológicamente, perfección sugiere acabamiento de algo realizado, lo perfecto en cuanto tal nombra la plenitud de la actualidad y del ser. Porque Dios es El que es, es omniperfecto e infinitamente perfecto. Lo bueno es lo perfecto y lo atribuimos a todo ente como una propiedad trascendental, que todo ente, en cuanto que tiene ser participa, de algún modo, de perfección. La trascendentalidad del bien es, en Santo Tomás, también la remoción de cualquier hipótesis errónea y perversa que atribuya un carácter absoluto, subsistente y esencial a lo malo en cuanto tal. El mal no es principio, ni substancia, el mal es privativo. En los entes compuestos y finitos se puede dar como accidentalmente causado, como se da la enfermedad como privación de salud, o la pecaminosidad como deficiencia en la ordenación de los actos de los sujetos libres creados a su propio bien y al bien del universo.
6. Pero si bueno es lo perfecto, como deseado en cuanto que todas las cosas apetecen su perfección, con anterioridad fundante el bien primero y frontal ha de ser definido como difusivo de sí mismo. Nuestro maestro Ramón Orlandis mostraba que lo que fundamenta y orienta e impulsa con su atractivo de fin último a toda potencia a participar de su acto, a todo ente personal a buscar su felicidad, a toda operación a intentar realizar la perfección de lo obrado, a todo sujeto cognoscente al conocimiento de la verdad, que es el bien del sujeto cognoscente, es la comunicabilidad y participabilidad ejemplar y final de Quien es acto puro e infinito. Así la bondad de Dios, que no obra por indigencia ni necesidad alguna, sino sólo intenta comunicar participativamente a las criaturas su propio bien es el motivo de la creación y el fin del universo. San Agustín notaba que Dios no busca su gloria para Sí mismo, sino para nosotros, a quienes aprovecha conocerle y amarle.
7. Pero erraría el pensamiento humano que postulase la necesidad de esta comunicación, como si fuese una exigencia ontológica de la bondad divina. Hemos visto que Santo Tomás se refiere al eterno Don, que es el Dios dado, la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo como Amor personal eterno, como Aquel cuyo conocimiento por la fe nos libra del error emanatista de un descenso escalonado y necesario a partir del bien primero.
En la espiración eterna del Amor personal se nos revela el sentido pleno de la afirmación bíblica de que Dios es Amor.
8. "En el principio era el Verbo ... en Él estaba la Vida, y la Vida era la Luz de los hombres" (Ioh. 1, 1). La revelación cristiana tiene, a la vez, su punto de partida y su culminación al comunicarnos Jesús, el Cristo, el Enviado de Dios Padre, que "Yo y el Padre somos una misma cosa". Y de Quien habla así de Sí mismo afirma el Evangelista: "En el principio era la Palabra, y la Palabra era junto a Dios, y la Palabra era Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria cual la del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad". "Nacido del Padre antes que todos los siglos". De Quien habla así el Evangelio profesamos creer que es Vida eterna, de la misma naturaleza que el Padre, nacido del Padre.
San Agustín afirmó que por lo mismo le llamamos Verbo que Hijo. Subsumiendo a la Palabra revelada la reflexión sobre la vida íntima del espíritu humano, que San Agustín entendió ser imagen de la divina Trinidad, se llegó, por Juan de Santo Tomás, a poner en claro como un presupuesto filosófico de la teología trinitaria, la naturaleza locutiva de la vida de la inteligencia.
Esquemas inadecuados y apoyados en argumentaciones "accidentales" y que no alcanzan a contemplar la naturaleza del espíritu en su ser y en su vida íntima, contraponen de tal modo el verdadero conocimiento, que se reduce a la inmediatez intuitiva, al lenguaje mental, que todo el orden del juzgar por conceptos queda radicalmente descalificado como falto de referencia viva a la realidad. Es obvio que, si concediésemos como válidas las objeciones que se apoyan en tales perspectivas, "no habría más de qué hablar". Todo aquello de que se habla o escribe es, por definición, inconexo con lo real o existente. La vaciedad de un lenguaje vacío sería la propia del lenguaje, y no habría que esperar nunca de la palabra humana una referencia significativa por la que pudiese ser en verdad expresiva de la verdad de las cosas que son y de la verdad del ser o del deber ser de la vida humana. Ninguna normatividad ética o jurídica, por más que se quisiese expresar con claridad y coherencia, podría tener nada que decir, ni para el conocimiento de la realidad ni para el deber ser de la acción humana.
Que el conocimiento intelectual es, por su esencia, locutivo y el lenguaje en que se enuncia el lugar propio de la verdad como lo manifestativo y declarativo de lo que es, es algo indudable e inequívocamente afirmado por Santo Tomás de Aquino. Recordemos, por ejemplo, algunos lugares, tal vez demasiado poco atendidos: lo entendido, en quien entiende, es la "intentio intellecta" y el "verbum". "Lo entendido, o la realidad entendida, se comporta como algo constituido y formado por la actividad del entendimiento, ya sea el concepto o la enunciación".
Juan de Santo Tomás, al establecer en su curso teológico los presupuestos filosóficos de la generación del Verbo, escribió:
"El acto por el que el objeto es formado es la intelección; porque el entendimiento, entendiendo, forma su objeto, y formándolo lo entiende, porque, simultáneamente, al entender, forma el objeto, y es el objeto formado y entendido, como si la vista, viendo, formase lo que ve, a la vez vería y formaría el objeto visto" (Curso teológico, disp. 32, artº 5º, nº 13).
Este extraordinario texto, auténtica y fiel exposición del concepto que Santo Tomás tiene del conocimiento intelectual, hace posible una revisión radical del sentido de lo que Kant llama "revolución copernicana" y de la génesis del idealismo trascendental. Tiene, por lo mismo, una importancia decisiva en el plano de la fundamentación ontológica del conocimiento. A nosotros, ahora, nos interesa constatar la continuidad con que esta metafísica del entendimiento es integrada por Santo Tomás en la comprensión teológica del nacimiento eterno del Verbo de Dios, de la misma naturaleza de Dios que lo genera.
Y esta comprensión de la esencia del conocimiento, en el que quien entiende emana de sí la palabra con la que habla de lo que entiende, como emana el acto del acto, como el esplendor de la luz, y como la razón entendida del entendimiento en acto, la asume Santo Tomás en la comprensión del misterio de la eterna generación del Verbo, es obvio por cuanto afirma que:
"Es necesario que Dios exista en Sí mismo como lo entendido en el que entiende. Pero lo entendido en el que entiende es la "intentio" entendida y la palabra. Así, pues, en Dios, que se entiende a Sí mismo, es el Verbo de Dios como el Dios entendido. Por esto se dice, en Ioh. 1, "la Palabra era junto a Dios" (IV C.G. cap. 11).
9. "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza". La síntesis elaborada por Santo Tomás de Aquino, con la admirable continuidad en que viven en ella, plenamente integradas con lo recibido de Aristóteles, las aportaciones de San Agustín, quedaría siempre incomprendida si no se advirtiese el puesto central que en ella tiene la metafísica del espíritu que el gran Doctor elaboró en su tratado De Trinitate que contiene, con la etapa más decisiva en la elaboración de la teología sobre la Santísima Trinidad en Occidente, también una profunda y originaria entrada reflexiva sobre la vida del espíritu humano.
San Agustín juzgó la mente, el alma humana comprendida en su dimensión de interioridad y espiritualidad, como la imagen de la vida divina trinitaria. El tema se desarrolla en etapas distintas, de las que a nosotros nos interesa atender especialmente a dos, que interpretamos según la doctrina que Ambroise Gardeil, O.P. expuso en su estudio L´Estructure de l´âme et l´experiènce mystique.
La mente o espíritu tiene tres dimensiones en su mismo ser: mens, notitia, amor. Estas tres dimensiones son, en el espíritu, lo que el modus, species y ordo en toda realidad en cuanto buena. Lo bueno es algo que tiene ser, y lo tiene concretado y delimitado por sus causas materiales y eficientes, que tiene esencia, por la que difiere de cualquier otra realidad, y que tiene ordo y pondus, orden y peso, inclinación a adquirir aquello a que tiende si está todavía en potencia para ello y también a comunicarlo en la medida que ya posee un acto en perfección.
Lo que el modo, especie y orden es en todo ente es la mente -la substancialidad espiritual-, la notitia -la constitutiva y radical capacidad de auto-conciencia que la hace apta también para conocer lo otro- y el amor -entendido aquí no como un acto concreto de unión afectiva o de elección de determinados objetos queridos, sino como el constitutivo dinamismo de la substancia espiritual hacia la participación en el bien y la complacencia en el mismo, anterior y fundante respecto de cualquier consecución de un bien concreto.
Pero hay todavía, en el hombre, una imagen más expresa, más desarrollada, de la divina trinidad: la memoria, la inteligencia y la voluntad son sus dimensiones. Aquí, por memoria, no entendemos todavía el acto de recuerdo, sino aquella auto-conciencia, constitutiva de la actualidad del espíritu, en la que puede ejercerse el recuerdo como memoria que pone en el presente de la conciencia lo pasado. La memoria de sí mismo, la auto-conciencia, la posesión de sí mismo, aquello por lo que cada uno de nosotros se sabe existir, y por lo que es capaz de nombrarse por el pronombre personal "yo", es ella misma radical respecto del recuerdo y de la expectación del futuro -ya que no podríamos estar previendo y esperando la vida en los momentos del tiempo posteriores al ahora sin aquella posesión de nosotros mismos-. Por esto, San Agustín, hablando del tiempo desde esta perspectiva de la memoria del espíritu, dice de él que es "quaedam distensio animae".
Dada la estructura potencial del alma humana, el hombre puede estar en vigilia o en sueño, pero sólo en cuanto el hombre que se posee a sí mismo en acto en la memoria está en el ejercicio actual de su ser de sujeto cognoscente y moral.
Esta posesión de sí, Santo Tomás afirma que no es otra cosa que el subsistir algo en sí mismo. Cuando me siento existir, el acto de ser no es una representación imaginativa o conceptual, sino el acto mismo que actúa en la substancia individual humana. Por esto, Santo Tomás habla de una "cognitio de animae sucundum quod habet esse in tali individuo" (De veritate, Qu. 10, artº 8º, in c.). De esta memoria de sí mismo -en la que están la mente, la noticia y el amor- surge la inteligencia, afirmó San Agustín y reafirmó, con completa fidelidad al mismo, Santo Tomás.
La facultad de entender las cosas en su esencia, y de percibirlas en su singularidad por la continuidad con las facultades sensibles que pertenecen al alma intelectiva, y de juzgar acerca de ellas, especulativa y prácticamente, la capacidad de conocer, en su triple dimensión teorética, práctica y factiva o artístico-técnica, se origina de la memoria de sí mismo. Un ente, si no tuviese la constitutiva aptitud para ser consciente de su ser, no podría abrirse en horizonte abierto infinitamente a "lo otro", ni sería un sujeto capaz destinado a describir en sí el orden del universo y de sus causas.
La voluntad, la facultad de querer, cuyo acto plenario y máximamente perfectivo es el amor interpersonal, en el que el hombre está llamado nada menos que a la correspondencia al amor que Dios le ha tenido, también se origina de la memoria. Sería una decadencia y una ausencia de interioridad pensar sólo que la voluntad sigue al entendimiento -entendiendo que el deseo o la elección de un objeto determinado presupone el conocimiento intelectual del mismo- si olvidamos que "la voluntad no procede directamente de la inteligencia, sino de la esencia del alma, presupuesta la inteligencia", afirmación de Santo Tomás fidelísima al pensamiento de San Agustín. El ordo realizado y actualizado plenamente del ente personal no puede ser visto como si tuviese su fundamento último en la apertura del sujeto cognoscente al mundo objetivo, sino como siendo la realización del orden que se arraiga y sigue al ser de la mente humana, aquel ser que le da inmediatamente la auto-conciencia personal, y en el que radica el que emanen del yo las facultades de intencionalidad objetiva.
10. El texto de Santo Tomás en S. Th. Iª, Qu. 32, artº 1, ad tertium, que antes he citado, no podría invocarse para afirmar, en un sentido absoluto, la imposibilidad de alcanzar racionalmente la verdad acerca de Dios, Creador libre del universo, pero sugiere, por lo menos, como una cierta necesidad moral, es decir, el reconocimiento de que podría resultar moralmente imposible concebir la causalidad divina creadora sin haber podido alcanzar, por la fe, que "todas las cosas fueron creadas por Él, y sin Él nada se hizo de cuanto fue hecho", siguiendo a la proclamación de que "en el principio era el Verbo, y el Verbo era junto a Dios, y el Verbo era Dios".
La eficiencia creadora divina puede concebirse, por el hombre, sólo a partir de una causalidad eficiente no natural, sino "artístico-técnica", según "palabra mental", aunque removiendo la necesidad de una materia preexistente a la acción del artífice, necesaria en toda causalidad creada, e impensable en la causalidad creadora.
El texto de Santo Tomás tiene la audacia de referir la posibilidad de la fe en la causalidad divina libre -que da todo el ser a las criaturas sin que se presuponga necesidad alguna en la línea de una "emanación", como ha sido característico de tantos momentos del pensamiento filosófico- al reconocimiento de la poiesis divina, como siendo el ejemplar supremo de una causación meta logou, es decir, "por la Palabra" y "según la Palabra". El hecho histórico de que la doctrina de la Creación no ha surgido inicialmente sino en un contexto bíblico y el que la tradición cristiana haya visto como por lo menos insinuado el misterio del eterno nacimiento del Verbo, incluso en los Libros del Antiguo Testamento, y en el propio Génesis, inclinaría a interpretar la profunda sugerencia de Santo Tomás en el sentido en que lo hemos hecho y que tenemos por obvio.
En cuanto a la afirmación de que la fe en la procesión del Espíritu Santo como Don eterno del Amor divino libera al pensamiento humano de la tendencia a atribuir la Creación a una comunicación necesaria a modo de emanación descendente desde el Bien supremo a los bienes revelados del universo, parece claro, también, que sugiere una comprensión muy profunda de la afirmación de Santo Tomás que, mientras pone en la liberalidad comunicativa del bien divino la causa de la Creación del universo de los bienes finitos, subraya, con la mayor energía, la total contingencia de esta comunicación del bien al universo, no sólo en la línea de la eficiencia, sino, precisamente, en la línea de la causalidad final. La bondad divina es el fin a que Dios ordena el universo entero, pero la bondad divina no es un fin a adquirir por Dios, sino un fin a comunicar a las criaturas llamadas a participar del bien divino.
Santo Tomás llega a la más sublime especulación cuando sugiere que la fe en el eterno Don del Amor personal, del Espíritu Santo, que no procede como nacido, sino como dado, y en el que eternamente el Padre y el Hijo se unen en este Don eterno y primero, que es el Amor subsistente y personal, que es la persona e hypóstasis tercera de la Trinidad, libera nuestra especulación de cualquier riesgo de suponer, en una línea u otra, una indigencia divina en la comunicación del bien al universo creado. El acto creador es dador de bien a la criatura, no adquisición de bien para Dios mismo, y ni siquiera tendríamos que caer en la tentación de los panteísmos emanatistas de forjar una necesidad metafísica de que el primer Bien realice su naturaleza comunicativa en la causación de los bienes finitos. Diríamos que Dios "antes de ejercer su liberalidad en la causación de bienes contingentes, la ha ejercido eternamente en la integridad de su ser, en la eterna espiración del Amor divino del Don eterno que es el Espíritu Santo".
11. "Oye, Israel, Dios, el Señor nuestro, es el Dios uno" (Deuteronomio 6, 4). A partir de la revelación de la unidad y de la unicidad del Dios de Israel, Santo Tomás desarrolla la afirmación de la trascendentalidad del atributo de la unidad. Para atribuir a Dios la primacía en la unidad y el carácter principal y originante del Dios Uno sobre toda pluralidad y multitud creada, citando a Dionisio, dice:
"No hay multitud que no participe de lo uno. Las cosas que son muchas en sus partes, son unas en el todo, las que son múltiples en sus accidentes, son unas en su sujeto, todas las cosas que son muchas numéricamente, son unas específicamente, las que son muchas en la especie, son unas en su género y, finalmente, las cosas que son muchas por sus procesos, son unas en su principio" (S. Th. Iª, Qu. 11, artº 9º, ad secundum).
Las afirmaciones de la trascendentalidad de lo uno y su primacía sobre lo múltiple expresan el contraste radical del pensamiento metafísico de Santo Tomás, fiel a la sagrada Escritura, y en esto, también, plenamente fiel a Aristóteles, sobre todas las tradiciones de pensamiento que han postulado polaridades "dialécticas" y que, desde distintas concepciones, o bien han puesto en el origen el ser y el no-ser, o la luz y las tinieblas, o lo bueno y lo malo, como elementos de la realidad, al modo como lo son, entre los hombres, lo masculino y lo femenino, o, en los números, lo par o la impar, o lo recto y lo curvo.
Para Santo Tomás, lo uno como predicado trascendental remueve, precisamente, en todo ente, en su esencia y en su acto de ser, la negación de aquello mismo que es. El juicio negativo se requiere, en el lenguaje, precisamente porque, dándose en el universo multitud de entes, y siendo potencial nuestro entendimiento en la adquisición de los conocimientos, necesitamos poder decir que "este ente" no es "aquel ente". Esta oposición de lo afirmativo y de lo negativo la hemos de poder negar en lo interior de cada ente, para así afirmarlo como uno. "Materialiter", o como contenido dado a nuestra experiencia, conocemos primero la multitud de entes, pero no podemos formalmente afirmarlos como muchos en cualquiera de las líneas de alteridad que los distinguen, sino después de haber removido de cada uno de los entes la negación en sí mismos para poder afirmarlos a cada uno de ellos como uno, sin lo que no se llegaría a la afirmación formal de la diversidad específica o genérica, o de la alteridad numérica, o de la heterogeneidad y gradación de niveles perfectivos de los entes. La afirmación de la unidad de Dios exige el reconocimiento de su trascendencia respecto de todo lo múltiple del universo.
12. "Propter nos homines". Los entes que en el universo creado participan de la unidad, la verdad y el bien divino máximamente en el nivel de imagen de Dios, son sólo los seres personales. Santo Tomás afirma de ellos dos "capacidades": son capaces de felicidad; son capaces de Dios. Sólo las criaturas racionales son aptas para conocer y amar a Dios, es decir, de entrar con Dios en una convivencia personal, de amistad, una amistad que es filiación. Toda legislación moral y política se orienta, según santo Tomás, a la constitución de esta amistad interpersonal. Por esto, cuando se dice que el fin de la ley es el bien común hay que recordar que el fin de la ley es el amor, como enseñó el Apóstol, no hay otro bien común interpersonal que no consista en la amistad. Tal es la virtud teologal de la caridad, que es una sola virtud en la que el hombre se comunica amistosamente con Dios y que por Cristo, por correspondencia agradecida al Don de Dios, ama a todos los semejantes desde Cristo y por Cristo.
Santo Tomás afirma reiteradamente que sólo los seres personales son por sí queridos en el universo, y todas las demás cosas en orden a ellos. Por esto la plenitud de la comunicación del bien al universo se da en la Encarnación redentora. Y si se dice que ésta no se hubiera dado sin la permisión divina del pecado de Adán, habrá que afirmar, con los salmaticenses y con Garrigou-La Grange, que la permisión del pecado no se hubiera dado en el designio providencial sino en orden al máximo bien de la restitución a los hombres de la adopción filial por Cristo y por la misión del Don que es el Espíritu.
VIII. Reflexiones finales
La lectura de los textos de Santo Tomás, al hacer patente la utilización habitual en su obra de raciocinios metafísicos para argumentar sobre el sentido de textos de la Sagrada Escritura, podría, tal vez, abrir de nuevo interrogaciones sobre la unidad del objeto formal de la doctrina sagrada; pero resulta indudable, en cualquier caso, la connaturalidad con que el Doctor Angélico realizaba lo que expresamente sostiene sobre la licitud y la necesidad de que el conocimiento verdadero de orden racional sea asumido instrumentalmente al servicio de la ciencia sagrada.
Desde siglos, se han suscitado en la Iglesia perplejidades y malentendidos sobre esto que han llevado a acusaciones que han visto la tarea de la teología escolástica como encubridora y deformadora del misterio cristiano, suplantada la Palabra de Dios por doctrinas humanas y empobrecida la Tradición a que sirvieron los Santos Padres al quedar sometida a la hegemonía del aristotelismo. Quienes así hablan vienen a rechazar las doctrinas verdaderas recibidas desde siglos en la Iglesia como instrumento de la enseñanza teológica para someterla al impulso de las modas del momento a pensamientos confusos y caóticos que llevan, frecuentemente, a la desintegración del dogma, a veces hasta en la enseñanza teológica y en la predicación a los fieles.
En la ponencia desarrollada ante este Congreso he querido reafirmar, una vez más, el carácter y orientación no eclesiásticos de tales actitudes. La especial autoridad que la Iglesia católica ha reconocido al Doctor Angélico consiste, muy fundamentalmente, en que la doctrina por él enseñada y ejercida sobre las relaciones entre la fe y la razón, y el necesario servicio de la razón natural a la fe y a la ciencia sagrada, no es otra que la doctrina de la Iglesia católica. Aquello que Clemente VIII decía, refiriéndose a la acción de la gracia en la Salvación del hombre -"la doctrina de San Agustín que, como ninguno de vosotros ignora, es también la doctrina de la Iglesia católica"- puede decirse, con el testimonio del Magisterio pontificio de los últimos siglos y la orientación normativa de su autoridad, sobre Santo Tomás de Aquino y, muy singularmente, en esta temática fundamental para la constitución misma de la ciencia sagrada.
Me siento movido, al concluir este trabajo con esta reafirmación de mi convicción de las actitudes que considero como auténticamente fieles "al verdadero sentido que en la Iglesia militante debemos tener", a aludir todavía a dos líneas de objeción y desprestigio contra la teología de Santo Tomás que me parecen contar entre las más efectivamente seductoras, es decir, que conducen, con mucha eficacia, a emprender caminos equivocados y a apartarse del camino verdadero.
Primeramente me refiero al desenfoque histórico-filosófico por el que está presente, en el ambiente cultural, el prejuicio de que el tomismo es una doctrina "estaticista", que desconoce la acción y la vida, que cosifica la existencia personal e inmoviliza, con ello, cualquier evolución progresiva en todos los órdenes.
En segundo lugar, y en el campo de una fundamentación antropológica de lo ético, se da por supuesto que, en el tomismo, en los antípodas de cualesquiera actitudes vitalistas, existencialistas e, incluso, de un humanismo y existencialismo cristianos, el tratamiento de los temas morales se movería siempre en la rigidez y carácter extrínseco y "heterónomo" de la ley moral, con la consiguiente devaluación de la conciencia humana y de todas las dimensiones vivenciales, pasionales y subjetivas de la vida del hombre.
La primera línea de objeciones parte de la intolerable confusión de lo aristotélico con lo parmenídeo y eleático. Fue Aristóteles, precisamente, el que, entre la antítesis entre el devenir universal de Heráclito de Éfeso y la negación absoluta del movimiento de la escuela de Elea, afirmó la realidad del cambio y del devenir en los sujetos en que un elemento potencial permanente hacía posible la sucesiva presencia de determinaciones en distintas categorías del ente y explicaba, así, ontológicamente, el universo plural en el que percibimos, con conocimiento verdadero, cambios de lugar, crecimientos cuantitativos, alteraciones cualitativas e, incluso, cambios sustanciales entre estos y, por modo capital, el crecimiento, desarrollo y generación de los vivientes.
Del desconocimiento del sentido verdadero del aristotelismo proviene el que no se hayan leído, en Santo Tomás, sus luminosos textos sobre la vida, en los vivientes finitos en sus diversos grados y en el Viviente eterno que es Dios. Y también el que se haya creído necesario y justo corregir la doctrina tradicional afirmando que el ser mismo ha de ser concebido como operación, y Dios mismo como algo que "se realiza". Tales concepciones, a las que se enfrentó ya San Agustín, son asumidas con entusiasmo pensando liberarse de un concepto estaticista de la inmutabilidad de lo eterno. Pero Santo Tomás, para quien la operación perfecta consiste en acto de ser, demuestra la eternidad de Dios advirtiendo que "donde la acción es el agente mismo, es necesario que nada transcurra sucesivamente, sino que permanezca todo simultáneamente. Así, pues, la vida divina no es sucesiva, sino simultánea totalmente, porque su ser mismo infinito es vivir y obrar perfecto" (Iª C.G. cap. 99). Habría que haber advertido siempre que la eternidad, pensada por Santo Tomás, pertenece al vivir en plenitud. Por esto tiene que ver con ella, constitutivamente, la felicidad como realidad actual de la vida personal.
En cuanto a la vida moral, en su fundamentación antropológica, en cuanto que el hombre ha sido creado a imagen de Dios trino y ha sido llamado a la participación de la misma vida divina, habría que tener presente que, de tal manera es su principio primero la felicidad como fin último del hombre, que Santo Tomás llega a afirmar, en la perspectiva de la ordenación y apetición connatural de las personas creadas a Dios como Bien difusivo y Amor eterno, que infunde y crea la bondad en los entes y en el universo, que, en la bienaventuranza eterna, "para cada uno será Dios toda la razón de amar porque Dios es todo el bien del hombre. Pues si, por imposible, concediésemos que Dios no fuese el bien del hombre, no habría en el hombre razón para amarle" (S. Th. IIª Secundae, Qu. 26, artº 13, ad tertium).
En coherencia con esta inclinación al bien perteneciente al bien humano como ordenación a su plenitud, afirmó también Santo Tomás que "el orden de los preceptos de la Ley natural es según el orden de las inclinaciones naturales del hombre. Porque el hombre apetece, como apetecible -y, por consiguiente, como bueno- todo aquello a que tiene inclinación por naturaleza" (S. Th. Iª Secundae, Qu. 94, artº 2, in c.).
Por esto, Santo Tomás dice que la Ley evangélica, a diferencia de la Ley mosaica, consiste principalmente no en preceptos enunciados o escritos, sino en la misma gracia del Espíritu Santo que se da a los fieles y sólo secundariamente es una Ley escrita, porque esencial y principalmente es una Ley infusa. Por esto, Santo Tomás puede comparar la Ley mosaica escrita y las leyes humanas, en cuanto que son extrínsecamente anunciadas al que debe obedecerlas, y aproximar, en cambio, la Ley evangélica a la Ley natural por el carácter de interno movimiento que tienen una y otra.
Mis últimas palabras serán una reiteración de lo que afirmó el Papa Juan XXIII al constituir como Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino el venerable Pontificio Ateneo Angélico. Aquel santo Pontífice, a quien podemos ya dar culto después de su beatificación por Juan Pablo II, afirmó en aquella ocasión que la doctrina de Santo Tomás había de ser calificada y caracterizada como "sapientia cordis", "sabiduría del corazón", del corazón humano del cristiano.
Francisco Canals Vidal
Gracias Canals Vidal, su esfuerzo se suma al de cada buscante, y nos hacemos mejor unidos en Dios por JesuCristo. Ricardo, Salud en El.
ResponderEliminarRece por él (o a él), que hace ya unos años se nos fue al Cielo...
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