domingo, 26 de marzo de 2017

La blasfemia contra la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra - Ernesto Alonso

La Blasfemia contra la Virgen María, 
Madre de Dios y Madre nuestra
Ernesto Alonso


Bien conocida, por viralizada en las redes sociales, es la imagen de la blasfemia perpetrada contra la Madre de Dios y contra Jesucristo, por parte de “Socorro Rosa Tucumán”, un grupo militante que simuló un atroz aborto declarando rechazar “el patriarcado, la heterosexualidad obligatoria y los mandatos de esta sociedad represora”.  
     
Hasta donde he leído y escuchado nadie ha definido dicho acto como corresponde. En rigor, se trata de una blasfemia que deshonra a la Madre de Dios y a Jesucristo, su hijo. En la II-IIae., de la «Suma de Teología», tratando de la virtud teologal de la fe, enseña Santo Tomás de Aquino que la blasfemia es un pecado que se opone a la confesión de la fe y consiste en una derogación de la divina bondad y también de la de los santos pues se alaban las obras que Dios hizo en ellos; y especialmente en María Santísima, la Bendita Madre de su Hijo Unigénito según la carne. La blasfemia niega de Dios lo que más le conviene, la bondad por esencia, y afirma lo que grandemente dista de la razón de bondad perfecta. Puede existir la blasfemia del corazón y también la blasfemia oral si exteriormente se manifiesta por la palabra y los gestos. Esta última, deroga o se opone a la confesión exterior de la bondad divina, cuya razón de ser engrandece la confesión de la fe. 
     
De allí que Santo Tomás enseñe que la blasfemia sea siempre pecado mortal porque ofende directamente la bondad divina, la cual es el objeto de la caridad, y sea también el pecado mayor pues tiene en sí la gravedad de la infidelidad, se agrava todavía si sobreviene la detestación de la voluntad y más aún si prorrumpe en palabras. Y en la respuesta a la 1ra. objeción del artículo 3, de la Cuestión XIII (II, IIae), comparando el homicidio con la blasfemia, Tomás enseña expresamente que “puesto que en la gravedad de la culpa se atiende más a la intención de la voluntad perversa que al efecto de la obra, en este concepto intentando el blasfemo inferir daño al honor divino, absolutamente hablando, peca más gravemente que el homicida”. 

Entiéndase de una buena vez, entonces, que la blasfemia no es algo ajeno a nuestras ocupaciones cotidianas. No; es un pecado público, una ofensa social grave dirigida contra Dios, que es nuestro Padre y Bienhechor Supremo, y contra María, que es nuestra Madre y por quien nos ha venido el Salvador y la Redención. ¡Execrable es el fruto del liberalismo que horriblemente nos ha engañado enseñando que tal acción sea un “acto privado” sin mayores consecuencias políticas y culturales; cometido, en este caso, por un grupo de desquiciadas con quienes las mujeres manifestantes “no tenían nada que ver” (como se ha dicho)! ¡Pérfida paradoja pues pareciera que los actos abominables son siempre efecto de personalidades dementes y esquizoides mientras que las “razonables reivindicaciones femeninas”, tal el aborto, han de atribuirse a ecuánimes y democráticas feministas! He aquí un diabólico “ellas”, las locas, y “nosotras” las dignas.

Quienes ejecutaron tal perversidad, el maldito aborto simulado, la blasfemia contra nuestra Santa Madre, son ministros y secuaces de la Cristianofobia que no es sino la revelación actual y manifiesta del Misterio de Iniquidad, la guerra de los hijos de las tinieblas contra la Iglesia del Hijo de Dios, fundada en Roma, y que en el fin de los tiempos consumará su victoria contra las puertas del Infierno. Nadie debiera escandalizarse por estas palabras pues el Odium Christi está expresamente profetizado en las Escrituras y si nuestra conciencia no ha sido aún estragada por la tibieza espiritual disponemos de abundantes ejemplos de dicho odio en las así llamadas “marchas de las auto-convocadas”. 
     
Tres actitudes argentinas pueden señalarse frente al blasfemo aborto del pasado miércoles 8 de marzo. La de la mayoría “católica mistonga”, la de los Obispos y la de los católicos militantes. El “Catolicismo Mistongo” ha venido dedicándose con tenaz preocupación a los avatares del fútbol local y finalmente “dio gracias a Dios” de que la pelota retornase a los estadios y a las pantallas. Los Obispos y presbíteros argentinos que escuché “misericordiaron” a todo pasto y precipitadamente quisieron ser casi más que Dios Padre eludiendo la categórica definición teológica del hecho, absolviendo a las culpables, con presteza y sin arrepentimiento público, y, por fin, promoviendo apenas un desagravio a las ancas de la marcha por la vida en Tucumán, quizás por temor a “no juntar mucha gente”. 
     
Al parecer, ni una sola palabra del Plenario de la Conferencia Episcopal Argentina, habitual y sesudamente preocupada por el nivel de la inflación, los estándares de pobreza que con rigor cuantitativo mide la UCA, la distribución del ingreso y el afligente incremento de las adicciones. Nada he escuchado, tampoco, del Romano Pontífice, que es argentino, amigo del Arzobispo de Tucumán, y que indeclinablemente sigue con política atención la realidad nacional hasta en sus pormenores más callejeros.  
     
Los católicos militantes, por fin, son quienes han obrado lo que corresponde y que la dignidad y el coraje católicos de otrora hubieran mandado hacer. Definir y sopesar el hecho tal como es en sí mismo y no principalmente en la presunta intención del agente; enrostrar la blasfemia a los culpables y ofrecer el perdón misericordioso a condición de que exista arrepentimiento pues en la Confesión Sacramental se concede el perdón siempre y cuando el pecador se arrepienta. De otro modo, el perdón carece de valor, no por defecto del Amor Divino, sino por el endurecimiento del contumaz. Por último, la reprensión pública de los ofensores, pues está mandado defender la dignidad de Dios, de sus santos y de las cosas sagradas aún con la fuerza física, y esto no tanto porque Dios necesite de nuestro auxilio sino más bien para expiar la gravedad del pecado y de la culpa y satisfacer el fiero mal del escándalo. 
     
Quienes pertenecemos a Jesucristo por el Bautismo, la Confirmación, la Eucaristía, la práctica de las virtudes cardinales y sobrenaturales y otras múltiples gracias que Dios amorosamente nos concede, estamos llamados a una lucha indefectible contra la potencia del pecado que anida en los corazones y que desde allí dilata el mal y la tiniebla en la Ciudad. El tiempo apremia y con más premura que en otras horas, nuestro Capitán, Jesucristo, nos invita a vestir su armadura y templar sus armas, las armas del buen combate. “Quien no está conmigo, está contra Mí; quien no recoge conmigo, desparrama”. 
     
Cordero crucificado, que por la Cruz triunfaste sobre el demonio y la muerte, queremos combatir por tu gloria la batalla de la fe dentro de nuestros corazones, a favor de nuestro prójimo y por la Patria. Asístenos, Dios misericordioso, en la lucha contra nuestras flaquezas y miserias; camina a nuestro lado en la marcha y cura las heridas del combate. Haznos, Señor, mansos y aguerridos; caritativos y firmes; generosos y guardianes; serenos y audaces; piadosos y alegres. Y que descubramos, en estas pruebas, el milagroso camino que lleva hacia tus luceros, hacia tu visión final. ¡A tus órdenes, estamos, Cristo Rey, pues Tu nos llamas!”. 
     
¡Animo y que viva Cristo Rey y que viva María, Reina, Virgen y Madre! 

     



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